La amenaza de una descertificación vuelve a agitar los vientos de nuestra relación con los Estados Unidos. No es la primera vez que ocurre, pero sí es una de las más inoportunas. Sería un error —para Washington y para la región— castigar a su aliado más sólido en América Latina.
Colombia y Estados Unidos han compartido durante décadas una causa común: la lucha contra el narcotráfico, esa maldición conjunta que envenena la salud de nuestros pueblos y corrompe nuestras sociedades. Pretender hoy que esta batalla es solo responsabilidad de un lado de la frontera es desconocer la naturaleza de un enemigo que se nutre, por igual, de la oferta y de la demanda.
Los soldados y policías de Colombia siguen dando la batalla todos los días, como lo demuestra el más reciente atentado en Amalfi, donde varios uniformados perdieron la vida. Su sacrificio es prueba de que el país no ha bajado la guardia en la defensa de su gente y en la lucha contra las economías criminales.
Estados Unidos, que históricamente ha sido un socio estratégico en esta tarea —desde los años del Plan Colombia hasta hoy—, no puede perder a América Latina en un mundo que ya es abiertamente multipolar. Las alianzas sólidas no se rompen con coyunturas: se renuevan, se adaptan y se afianzan para enfrentar los nuevos desafíos.
Esperamos que Washington siga siendo un socio común y un aliado confiable. Y de nuestra parte, debemos ofrecer la misma certeza: que la relación bilateral seguirá anclada en la confianza, en el compromiso con la democracia y en la derrota de un enemigo que no distingue banderas.
La descertificación, más que una medida de presión, sería un golpe a esa confianza mutua. El camino no es el castigo, sino el diálogo firme y la cooperación inteligente. En un mundo en el que los equilibrios de poder se mueven y nuevas potencias disputan influencia, Colombia y Estados Unidos deben reafirmar que su alianza es, y seguirá siendo, un pilar de estabilidad y de defensa de los valores democráticos en todo el hemisferio.