Mi nombre es Roy. Soy hijo de una madre soltera, como tantos colombianos. Soy hijo de un padre que no estuvo ahí para criarme, como a tantos colombianos les ocurre. Me crié en un barrio popular, entre calles de tierra y sueños tercos, como tantos en este país. He llegado a los puestos más altos de la vida pública, y ese es un orgullo para mí, para los míos, pero también para una democracia que, en su corazón, lleva la igualdad y la fraternidad como mandatos.
Mi nombre pudo haber sido Jeison, o Wilson, o Brayan. Como millones de colombianos que cada mañana salen a ganarse la vida, a pelear su propia batalla contra la desigualdad y la estigmatización. Ellos son el país que resiste, el que no se rinde, el que se levanta. Yo también soy ese país. Todos lo somos.
Pero esa lucha cotidiana no puede seguir librándose a pulso de heroísmo individual. Colombia sigue siendo uno de los países más desiguales de América Latina. Según el DANE, en 2024 el índice de Gini —que mide la desigualdad de ingresos— se situó en 0,54: una cifra que nos mantiene entre los diez países con mayor brecha del mundo.
Hoy, más que nunca, Colombia necesita reconciliación. Necesitamos lazos que nos unan, relatos que nos reconcilien, horizontes compartidos para avanzar juntos. Necesitamos que los jóvenes, sin apellido rimbombante, sin un padre presente, sin un contexto que los ampare, puedan llegar a la cima de la ciencia, del arte, de la política.
Seguramente es un orgullo para el presidente Gustavo Petro —criado en circunstancias humildes en Zipaquirá y descendiente de familia trabajadora— haber llegado al primer cargo de la Nación. Y debería ser un orgullo para cualquier demócrata que eso ocurra. Pero no debe ser el triunfo de la excepción. Nuestra historia, tristemente, sigue siendo la de unos pocos que logran escapar a la regla de la desigualdad.
Por eso necesitamos cambios. Cambios para reducir la brecha social, para generar riqueza, para que el bienestar no sea un privilegio, sino un derecho. Sobre todo, necesitamos un relato —o muchos relatos— en los que quepamos todos. Un país en el que el estrato o el apellido no definan a un ser humano. Un país donde la igualdad y el respeto a la mirada del otro sean lo primordial.
Esa es una historia larga, la historia de la lucha por las ideas liberales que han defendido, una y otra vez, la libertad y la dignidad humana. Esa es también mi historia. Mi lucha. Porque, en el fondo, todos somos Brayan.