La Historia de Ceci, la de mi madre y de muchas mujeres en Colombia

Caminando por el mercado de Bazurto, entre voces que regatean, cuchillos que pican y ollas que hierven, conocí a Ceci. Me hablaron de su negocio como uno de los restaurantes más tradicionales del mercado y, apenas crucé la cortina de plástico, entendí por qué: en cada mesa había historias y, al fondo, con delantal y sonrisa franca, estaba ella. Nos saludamos, me invitó a sentarme y compartimos un almuerzo sencillo y sabroso, de esos que reconcilian el alma. Entre plato y plato me contó su vida: madre sola, trabajadora, aguerrida; de esas mujeres que madrugan antes de que amanezca, prenden el fogón, organizan los pedidos y, con paciencia, van sosteniendo el día.

Hay algo profundamente valioso en lo que hace Ceci y en lo que hacen miles de mujeres en Colombia. Detrás de muchos jóvenes profesionales, de muchas carreras completadas y de tantos títulos colgados en una pared, suele haber una madre como ella, que se levanta sin descanso a vender almuerzos, a cocinar, a resolver, a sostener la casa con su fuerza y su ternura. La sociedad pocas veces mira ese trabajo invisible, pero sin él nada funciona: la olla no suena, la nevera no se llena, los hijos no llegan a la universidad. El país se sostiene sobre esos hombros que casi nadie aplaude y que, sin embargo, nunca dejan de cargar.

Mientras hablábamos, Ceci dijo algo que se me quedó grabado: “a mí me mueve la esperanza”. Y esa palabra lo explica todo. La esperanza de pagar el arriendo a tiempo, de comprar los cuadernos, de ver a sus hijos salir adelante, de dormir tranquila porque el día alcanzó. La esperanza es el motor que convierte el cansancio en voluntad y la rutina en propósito. Por eso, escucharla fue como escuchar a tantas madres que he encontrado en esta ruta: diferentes acentos, iguales valores; la decisión de no rendirse y la certeza de que, con trabajo honesto, se puede.

Confieso que, al verla, pensé en mi mamá. También fue madre soltera. Con su fuerza sacó adelante a sus hijos, y lo hizo sola. Ese recuerdo me acompaña siempre y me enseña a honrar a mujeres como Ceci, que no piden aplausos, sino oportunidades reales: seguridad para trabajar sin miedo, acceso a salud, educación para sus hijos, crédito sin trabas para crecer y reglas claras que no ahoguen su esfuerzo. No se trata de regalarles nada; se trata de reconocer lo que ya aportan y de abrirles camino para que su trabajo rinda más y llegue más lejos. Cuando una madre tiene oportunidades, suele levantarse con ella toda una familia.

Ceci es como muchas mujeres de Colombia: luchadora, incansable, valiente. Su restaurante no es solo un lugar para comer; es un espacio de encuentro, de dignidad y de futuro. Ojalá nunca olvidemos que, detrás de cada plato servido, hay una historia de amor y de trabajo que merece ser contada. Que aprendamos a mirar a los ojos a mujeres como ella y a decirles: gracias por tanto, aquí estamos para acompañarlas. Y que, cuando pensemos en el mérito de un profesional, también pensemos en la madre que, como Ceci, se levantó cada día a cocinar la esperanza. 

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