En el monumento de la aleta del tiburón de Barranquilla, conocí a Sebastián: tiene 18 años, es papá de Mía Isabel y sueña con ser fotógrafo. No sigue estudiando por ahora porque su pareja tiene 17 y la niña acaba de cumplir un año. Pero en este monumento encontró un oficio, hace fotos, aprende, pregunta, practica.
Sebastián me mostró el tatuaje con el nombre de su hija y sonreí porque como él, yo también llevo tatuados en la piel los nombres de mis hijos. Es nuestra manera de recordar, todos los días, por quién luchamos y a quién debemos honrar con nuestro trabajo y nuestras decisiones.
Entre fotos y conversaciones con Sebastián, entendí todo: le jala a la vida, al arte y al amor. Mientras algunos jóvenes caen en las bandas, Sebastián eligió otro camino. “A la gente hay que dejarla trabajar”, me dijo, ajustando el lente y buscando la luz. Y es cierto: cuando una ciudad decide convertir un lote pelado en espacio público, pasan estas cosas buenas. La gente se encuentra, los pelados crean, las familias respiran. El espacio público recuperado también es seguridad, dignidad y oportunidad.
Sebastián quiere ser fotógrafo profesional. Yo quiero que Mía crezca orgullosa de su papá. Para eso necesitamos más lugares como este: abiertos, iluminados, con vida; y un país que le diga a sus jóvenes “sí se puede” con hechos, no solo con palabras. Porque cada vez que recuperamos un espacio para la gente, recuperamos una vida. Y eso, en Barranquilla, se siente.