Las historias detrás del café de nuestro Eje Cafetero

En Caldas me subí a un Willys cafetero y sentí que el país arrancaba conmigo. El motor vibraba como si conociera cada curva del Eje; adelante, las lomas verdes; atrás, la risa de la gente que madruga. Paramos en una vereda y me puse a preparar café con ellos: molemos el grano recién tostado, calentamos el agua con paciencia y lo chorreábamos en un colador de tela que ya parecía parte de la familia. El primer sorbo fue una lección: aquí el café no es solo bebida, es conversación, es respeto por la tierra, es memoria que se sirve en taza pequeña para que dure más el encuentro.

Luego sonó la música y bailamos los ritmos tradicionales del Eje. Un bambuco por aquí, una cumbia por allá, un pasillo que se coló sin pedir permiso. Nadie preguntó de dónde venía cada quien; bastó con marcar el paso y dejarse llevar. Y comprendí que en esos gestos caben trabajo, alegría y raíces que nos unen: el conductor que cuida su Willys como un tesoro, la señora que ofrece arepa de maíz pelao, el joven que sueña con montar su propio tostadero, la abuela que guarda la receta perfecta para el café. Cada quien hace su parte, y entre todos le ponen hombro a la misma montaña.

Mientras conversábamos, me contaron de la cosecha, del precio que a veces no alcanza, de las manos que recogen grano por grano bajo el sol cambiante. Hablamos de lo que falta: vías que resistan la lluvia, crédito que sí salga, asistencia técnica que llegue a tiempo, escuelas donde el hijo del cafetero aprenda inglés y catación, y hospitales en los que la salud sea certeza y no preocupación. Nadie pidió milagros; pidieron oportunidades y juego limpio. Me fui quedando con esa idea: la dignidad empieza cuando el esfuerzo tiene quien lo respalde.

Por eso digo que esta riqueza cultural no es solo pasado. Es un presente vivo que late en cada finca, en cada plaza, en cada feria donde el café compite a punta de aroma. Es orgullo que nos mueve: cuando un productor recibe precio justo, cuando una cooperativa abre mercado, cuando un joven vuelve al campo porque ve futuro. Todo eso es cultura también: lo que hacemos juntos para que la vida sea un poco mejor que ayer. Y si lo hacemos unidos, sin gritos ni etiquetas, trabajando con más fuerza, la Colombia que queremos deja de ser promesa y se vuelve camino.

Ese día, al bajarme del Willys, me quedó claro que unirnos no es una consigna: es una forma de trabajar. Es tender la mano, escuchar al que sabe, reconocer al que se levanta temprano y abrir puertas para que nadie se quede atrás. En Caldas lo vi y lo sentí: el café nos junta, la música nos hermana y el trabajo nos dignifica. De eso estamos hechos. Y con esa fuerza quiero seguir: para que el sabor de nuestras raíces se sienta en cada mesa del país y, por qué no, en los mercados del mundo; para que al bailar un bambuco entendamos que el paso siguiente se da juntos.

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